«...Dudo que alguien pueda leer o escuchar tu historia sin que las lágrimas afloren a sus ojos. Ella ha renovado mis dolores, y la exactitud de cada uno de los detalles que aportas les devuelve toda su violencia pasada» Carta de Eloisa a Abelardo I Transcurre el año 1142, Europa Occidental bulle de efervescencia intelectual, Paris se está erigiendo en capital del pensamiento, la doctrina escolástica brilla en su mayor esplendor, con el solo razonamiento se puede aprehender la naturaleza. En el Monasterio de San Marcelo, cerca de Chalons, ciudad de Borgoña próxima a las márgenes del Saona, un enfermo de sesenta y tres años, sintiendo próximo su fin, pasa revista a su vida. Junto a él se halla apilada la prueba de su decisiva aportación al renacimiento cultural, numerosos manuscritos sobre lógica y dialéctica así lo atestiguan. Mas, no es a este tesoro intelectual al que vuelve la vista, sino a un atado de cartas de amor, que le han sido enviadas a lo largo de los últimos veinticinco años por una religiosa, con quien, en aquel entonces, vivió una trágica historia de amor, que ni el tiempo, ni la separación – no habían vuelto a reunirse – relegó al olvido. Pocos años antes lo dejó reflejado en su autobiografía, que tituló “Historia calamitatum”, ¡extraño nombre!, ¿Quizá juzga así su existencia? Recuerda su infancia en Bretaña donde había visto la luz en 1079, hijo de una familia de la baja nobleza, militares al servicio del poderoso Conde de Nantes. Destinado a la carrera de las armas, pronto encontró en la filosofía su verdadera vocación. Con dieciocho años se incorpora a la escuela de uno de los más afamados maestros, Juan Roscellino, de quien termina discrepando, lo contradice en público y por último, abandona su tutoría. El nacimiento del siglo XII contempla la entrada en París de un joven Abelardo anhelante de conocimientos y rebosante de ambición intelectual y social. Los dos años siguientes fueron de febril aprendizaje. Ingresa en la escuela de la Catedral para estudiar dialéctica con el más renombrado filósofo de la época, Guillermo de Champeaux. A los pocos meses se repite la historia de Juan Roscellino; Abelardo, perpetuo inconformista, osa contradice la doctrina del maestro; tras una polémica cada vez más acalorada, que provoca entre los estudiantes la formación de sendas corrientes, el alumno sale triunfante y Guillermo acepta las tesis del, hasta entonces, discípulo. Este éxito catapulta la fama del joven, que confiando en su ciencia, con tan solo veintidós años decide montar su propia escuela. El lugar seleccionado es Melún, ciudad muy importante por aquel entonces. El éxito lo acompaña y muy pronto se muda a Corbeil, más próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de sus aspiraciones. Tanta actividad mina su salud, debiendo retirarse unos años a Bretaña para reponerse. Vuelve a Paris, de nuevo como discípulo de Guillermo de Champeaux y, en 1108, se presenta la ansiada oportunidad; Guillermo es nombrado obispo de la diócesis de Chalons-sur-Marne y Abelardo le sucede a la cabeza de la escuela de París, Tras otro breve retiro en Bretaña, se dirige a Laón para estudiar teología con el prestigioso doctor Anselmo de Laón. En 1114 retorna como profesor en la escuela catedralicia de París, donde llegó en breve lapso al apogeo de su celebridad. En este punto, la memoria del monje hace un alto, lágrimas de orgullo asoman a sus ojos, recuerda aquellos tiempos de gloria y rememora, entre los mas de cinco mil alumnos que llegó a tener, alguno de los más famosos: un Papa (Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y alemanes. De súbito, una nube de tristeza le cubre el rostro; en su memoria acaba de entrar el recuerdo de un personaje singular, que al final decidiría su existencia: Fulberto, Canónigo de la Catedral de París, quien solicita los servicios del afamado maestro como preceptor de su sobrina Eloisa, culta y bella joven de dieciséis años, quien habiendo perdido a sus padres fue confiada a su tutela La expresión del enfermo cambia de nuevo; la tristeza se troca en alegre melancolía. Está reviviendo aquellos momentos dichosos, ¡los más felices de su vida! en que la inicial admiración intelectual Eloisa hacia su maestro había derivado en una arrebatadora pasión por el varón que la enamoraba. Él no podía ser considerado novicio en lances amorosos, mas, a pesar de su experiencia, había correspondido a tanto ardor con un paralelo ímpetu que le hacía olvidar cualquier convencionalismo. En la “Historia Calamitatum” reflejó aquellas sesiones en casa de Fulberto: «...Los libros permanecían abiertos, pero el amor más que la lectura era el tema de nuestros diálogos, intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros que sucedía, tarde tras tarde, en su propia casa. Al recordar este pasaje de su vida, el pulso del enfermo comienza a latir con violencia; está reviviendo la etapa más intensa de su vida, aquella que le dejaría marcado, en cuerpo y espíritu, para el resto de la existencia que está a punto de espirar. ¡Qué felicidad sin dobleces transpiraba su amada el día que le comunicó su embarazo! ¡Cómo contrastaba la actitud de la joven con las dudas y temores que a él inquietaban! Al final, el amor venció todos los temores, la radiante Eloisa aseguraba que la concepción se había producido la tarde en que el temario de las clases señalaba el estudio del astrolabio, en recuerdo, si el hijo fuese varón llamarían con este nombre. Cuando Fulberto fue consciente de lo que estaba aconteciendo, tras una primer acometida de indignación, aceptó lo inevitable, procurando imponer una solución que él consideraba razonable. Envió a Eloísa a Bretaña, a casa de una hermana, donde dio a luz un niño, a quien, conforme a lo previsto, pusieron por nombre Astrolabio, mientras que conminaba al padre para reparar por medio del matrimonio la falta cometida. Abelardo accedió de buena gana a la proposición de Fulberto; pero, para estupor general, Eloísa, con diferentes argumentos, se opuso de manera radical a la boda. Tras un tenaz asedio, al final cedió de su postura inicial con la condición de mantenerlo secreto. Con esta reserva el matrimonio se celebró en París. El airado tío, tras esta primera victoria en la lucha por restaurar el honor perdido, presionó para dar publicidad al vínculo y de esta manera normalizar la situación a los ojos de la sociedad. De nuevo se opuso Eloísa, quien llega a realizar un juramento formal de que jamás se hubiera casado. La actitud fomentó entre el tío y la sobrina, que vivía con él, una profunda desavenencia que degeneró en malos tratos, llegando la situación a tal extremo que Abelardo se vio obligado a buscar refugio para su esposa en un convento de Argenteuil, cerca de París. Fulberto, creyendo que Abelardo quería obligarla a hacerse monja para librarse de ella, juró vengarse, y en breve encontró medio de ejecutar su feroz venganza. Sobornó a un criado del filósofo para que les franquease el paso, y una noche, entrando con un cirujano y algunos sayones en el cuarto de Abelardo, entre todos le castran huyendo a continuación. Piensa Abelardo ¡Qué importa que la justicia apresase al criado y otro de los agresores¡ El castigo: igual mutilación y además la pérdida de los ojos, ¿Le permitirían volver a sentir la anterior pasión? Tampoco el destierro del canónigo Fulberto, al que se confiscaron todos sus bienes, podía reparar lo perdido. Era el año del Señor de 1118, mis heridas corporales sanaron, pero mi vida entera cambió. Hube de renunciar a Eloisa, que profesó de monja en el convento de Argenteuil, no volviendo a vernos en el resto de nuestras vidas; según las leyes canónicas estoy incapacitado para ejercer oficios eclesiásticos viéndome obligado a ingresar como fraile en el monasterio de San Dionisio. Las emociones han sido en exceso intensas para este hombre cansado, perpetuo inconformista, castigado de forma atroz en cuerpo y espíritu. El hilo de la memoria se interrumpe, reclina el cuerpo sobre el lecho, cierra los ojos, y mientras dedica un postrer recuerdo a la que nunca dejo de amar, las cartas resbalan de su mano y exhala su último suspiro. II Entretanto, a 250 kilómetros del moribundo, en plena Champagne se encuentra la ciudad de Troyes, y en sus cercanías se alza el convento del Parácleto, cuya abadesa, aun joven, es la propia Eloisa. Ha tenido noticias del estado de Abelardo y espera, con mucho dolor pero igual decisión, el fatal desenlace. Está dispuesta a cumplir lo que, sin duda alguna, adivina últimos deseos del agonizante ¡reunirse con su amada! Entretanto, a 250 kilómetros del moribundo, en plena Champagne se encuentra la ciudad de Troyes, y en sus cercanías se alza el convento del Parácleto, cuya abadesa, aun joven, es la propia Eloisa. Ha tenido noticias del estado de Abelardo y espera, con mucho dolor pero igual decisión, el fatal desenlace. Está dispuesta a cumplir lo que, sin duda alguna, adivina últimos deseos del agonizante ¡reunirse con su amada! También ella está sumida en los recuerdos. Mas, a diferencia de Abelardo, no adopta una actitud resignada, aún alienta en ella la misma pasión que, veinte años atrás, apenas una niña, le hizo oponerse con fuerza a todo convencionalismo. No siente particular nostalgia del hijo. Cuando lo separaron de ella, fue confiado a su hermana; más adelante, bajo la protección de otro tío, Porcarius, canónigo en Nantes, siguió la carrera eclesiástica, a la que, dado sus singulares padres, estaba predestinado. Tiene esporádicas noticias de él, ahora está con su tío, de seguro le sucederá en la canonjía. En cambio Abelardo siempre esta presente en su memoria. Considera que su vida comenzó cuando le conoció, marchitándose en el momento de separarse. Sus arrebatadas cartas lo reflejan con lucidez: ……Para hacer la fortuna de mí la más miserable de las mujeres, me hizo primero la más feliz, de manera que al pensar lo mucho que había perdido fuera presa de tantos y tan graves lamentos cuanto mayores eran mis daños ¡Las cartas! Siempre escasas, no obstante, el único vínculo entre ellos, al que por más de veinte años permanecieron aferrados: …….Si la tormenta actual se calma un poco, apresúrate a escribirnos; ¡la noticia nos causará tanta alegría! Pero sea cual sea el objeto de tus cartas, siempre nos serán dulces, al menos para testimoniar que tú no nos olvidas ¡Ay, Abelardo!, tan fuerte frente a los hombres y tan tierno conmigo. Nunca me he arrepentido de mi pasión, solo me angustia pensar que mi negativa a hacer pública nuestra unión haya podido ser la causa de tu desgracia A pesar de ser el más brillante dialéctico de Paris, o lo que es igual, de toda la Cristiandad, nunca entendiste mi actitud; iba más allá de la pura conveniencia. .¡Me negaba, y me niego, a que nuestro amor fuera forzado en ningún sentido! ¡No puedo admitir que tanta pasión cambiase de rumbo! Tú, por el contrario, en aras de lo que creías mi tranquilidad, estuviste dispuesto a renunciar a las dignidades que te correspondían por méritos propios. Tú pudiste resignarte a la cruel desgracia, incluso llegaste a considerarla un castigo al que te habías hecho acreedor por transgredir las normas. ¡Yo, no!, ¡No he pecado! solo amo con ardor desesperado; cada día aumenta mi rebeldía contra el mundo y crece más mi angustia. ¡Nunca dejaré de amarte!. ¡Jamás perdonaré a mi tío, ni a la iglesia, ni a Dios, por la cruel mutilación que nos ha robado la felicidad! Pero, ¿qué puedo esperar yo, si te pierdo a ti? ¿Qué ganas voy a tener yo de seguir en esta peregrinación en que no tengo más remedio que tú mismo y en ti mismo nada más que saber que vives, prescindiendo de los demás placeres en ti -de cuya presencia no me es dado gozar- y que de alguna forma pudiera devolverme a mí misma? Mas, yo te prometo que he de procurarte el descanso que no conseguiste en vida. Ni siquiera aquella Iglesia que tanto amaste ha sido justa contigo, se han condenado tus escritos, has sido perseguido y sufrido un sinfín de injusticias, solo por la valentía de expresar lo que piensas, sin importarte el desacuerdo con los poderosos, sean obispos reyes, papas, santos o concilios. EPÍLOGO Eloisa, cuando conoció la muerte de Abelardo se comunica con Pedro el Venerable, abad de Cluny. Este influyente personaje siempre había mostrado especial debilidad por Abelardo, lo demostró en épocas pasadas; cuando más arreciaban las críticas hacia las tesis del filósofo, había conseguido reconciliarle con Bernardo de Clairvaux, su más encarnizado fiscal. Pedro consigue sin dificultad que los restos de Abelardo sean trasladados desde Chalons al Parácleto, donde Eloisa los da sepultura. Veinte años después, en 1164 moría Eloisa. Dispuso que fuese enterrada en el mismo sepulcro de su enamorado, plantando a continuación un rosal sobre la tierra que los recubrirá. Aquí, donde acaba la realidad, comienza a tejerse la leyenda: En el momento de ser depositada en la sepultura común, ambos esposos extienden sus brazos para fundirse en un último y eterno abrazo. Nuestro romántico Campoamor veía de esta manera el eterno descanso de los amantes: El rosal de ella y de él la savia toma, Y mece, confundiéndolos, la brisa En una misma flor y un mismo aroma Las almas de Abelardo y de Eloísa. La Revolución suprimió el Parácleto en 1792 vendido en beneficio del Estado; pero exceptuó de la venta el sepulcro que encerraba, según creencia general, los restos de Eloísa y Abelardo. En 1817 los cuerpos se trasladaron a una tumba común en el cementerio de Père Lachaise, en París, donde hoy reposan en el mausoleo neogótico . Allí reciben el tributo de amantes anónimos que con frecuencia depositan flores frescas sobre la lápida. | |
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Una historia hermosa y terrible,con el triunfo del amor mas alla de la muerte,como el de tantos amantes de la ficción o la realidad.
ResponderEliminarGracias por maravillarnos siempre,un gran abrazo...